El
otro día tuve un percance con el coche. Un tarado me pitaba compulsivamente porque
no podía pasar por donde no cabía y pasó. Ññññññññññiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii fue
el sonido que hacía la chapa de su coche contra la mía.
Llevo
muchísimo tiempo cuidando mi innegociable paz interior y digamos que, quitando
los placeres corporales a los que no renuncio ni de coña, casi casi rozo el
ascetismo. Así que Achamán me estaba poniendo a prueba para sacar nota.
Suspendí.
Mis
amigas que iban en el coche me contaban luego (descojonándose de mí como no) que
parecía la loca de la colina. Ya saben que tengo el diploma cabronas.
Pero
la ira no estaba en mis aspavientos ni mis gritos ni mis insultos. La ira
estaba en el hijo de la grandísima puta que me decía que le respetase.
No
piensen que allí llamé así al energúmeno, no. Llevo todo el finde aguantando
chascarrillos de mis amigas porque sólo le llamé tonto del culo. Ya no soy la
que era…
Les
decía que si fuera hombre le hubiera dado un piñazo que es lo que me pedía el
cuerpo y ellas me dicen que si fuera hombre no hubiera pasado lo que pasó. Que
esa es otra.
Ahora
me estoy preparando para aprobar mi próximo examen al límite de cómo controlar la ira. Lo
visualizo. Me bajaré del coche, me acercaré mucho a la cara del susodicho y le
diré susurrando –leo en tu irisssss que no te va a servir de nada pagar los
quinientos eurosssss de la rozadura de tu coche porque en tres mesesssss como sigas así
te vas a estampar contra un muro.
Mis
amigas dicen ante mi interpretación del próximo supuesto que para añadir más
dramatismo tengo que decir al final con voz de la niña del exorcista “fóllame
puto”
¿Sacaré
nota?