26.4.09

Sin rutina

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Dudaba plantada en jarras delante de dos bidones de pintura y brocha en mano rumiando la irrevocable mudanza. El último cambio hacía ya cinco años la desconcertó al principio, pero decididamente le había sentado de maravilla.
De momento ya tenía claro los colores que iba a mezclar, pero aún en el último momento tenía serias dudas sobre cuál iba a repintar. Debía, tenía que elegir.

La puerta verde pistacho era su estabilidad: fotógrafa freelance, un nene cachetudo al que le inventaba un cuento cada noche y su hombre diáfano.
La puerta azul añil siempre fue su preferida. Las tertulias en el pub boheme desde su época de estudiante de filosofía eran alimento para su espíritu mojado con té de ruibarbo y regaliz. Sus ensayos tenían tirón.
La roja por supuesto era excitante, llena de noches locas y días nebulosos. Dos giras al año de un grupo alternadas con cuatro ferias del otro grupo, le daba de sobra a la comuna para ir tirando.
La bicolor era su último experimento: voluntaria de abogados sin fronteras en la subdivisión de inmigrantes sin papeles. Le producía una gran satisfacción ayudar a otros a que tuvieran sus puertas propias. Y le daba un comodín extra: el oculto saber de la mezcla de colores.
La burdeos era su licencia snob: rica heredera de sesiones de masaje y viajes por el mundo, mecenas de artistas prometedores, violonchelista en sus propias fiestas multitudinarias con su cuarteto de amigas de cuerda.
La puerta salmón era su gran obra. Contaba con su taller creativo de ideas absurdas, geniales, pintorescas. Su grupo de terapia de adultos estaba consolidado y el de jóvenes le aportaba a ella el sentido venerable de la vida y a ellos mucha estabilidad.
La azul turquesa le atraía como un imán: colaboradora en proyectos científicos destinados a erradicar el aura oscura de criminales no reinsertados. Cada éxito hacía de este mundo un lugar un poquito mejor.

Con parsimonia vació algo de azul cobalto en la cubeta, iniciando así el obligado tributo a la concesión de una vida sin rutina.

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